La Asociación de Amigos de Unamuno, ha querido sumarse a la efeméride del IV Centerio de la muerte de Cervantes, que ha tenido lugar el 23 de Abril.
Los días 20 y 21, hemos realizado una jornada bajo el título:»Unamuno y Cervantes al encuentro».

 

 

El miércoles 20, tuvimos el placer de escuchar la conferencia: «Dos versiones del Quijote. Unamuno versus Cervantes», impartida por el Profesor Titular de la Universidad de Sevilla, D. Manuel Romero Luque.

Te invitamos a leer la conferencia: 'Dos versiones del Quijote. Unamuno versus Cervantes'. Cedida por D. Manuel Romero.
CONFERENCIA

 

Conferencia en la Asociación de Amigos de Unamuno de Salamanca

Salamanca, 20 de abril de 2016.

Dos versiones del Quijote. Unamuno versus Cervantes

(Unamuno lector y reescritor del Quijote)

 

La fuerza de cada quien no se mide tanto por sus victorias o sus derrotas cuanto por la calidad de los adversarios a quienes escoge para enfrentarse. Cuando estos son grandes y reconocidos, el solo anuncio de la batalla ya presagia el valor y el ánimo de quien emprende la lucha. Don Miguel de Unamuno es buen modelo de ello. No solo no rehúye el enfrentamiento cuando lo cree necesario, sino que hasta lo provoca en cualquier terreno. Y en el campo de lo literario, elige nada menos que a Cervantes para batirse en duelo. Y de Cervantes no escoge sino su obra principal, tal vez la mejor y, sin duda, la más universal, de toda las letras hispanas. Si la literatura, como quería Eliot, hace compatriotas y contemporáneos entre sí a todos los autores, y a todos los lectores de todos los tiempos, el enfrentamiento de posiciones entre Cervantes y Unamuno es posible; bien es verdad que los contextos vitales y las diferencias de carácter han de dar lugar a obras necesariamente diferentes. Para empezar está la cuestión de los géneros literarios: Cervantes crea una novela, Unamuno un ensayo. El primero ha de dar lugar a la aparición de un complejo juego de narradores, a un entramado de acciones principales y secundarias, a un mosaico de personajes y hasta debe entablar una lucha contra un usurpador de su historia para defender su paternidad literaria; el segundo construye su obra a partir de una particular lectura de la obra primigenia, importa aquí notar ese recorrido intelectual como lector que se enfrenta a un texto que es de sobra conocido, glosado, estudiado, venerado… para, a partir de ahí, ofrecernos su propia obra literaria, su re-escritura de aquella, sin sentirse atado ni por la literalidad de la novela, ni por la intención del novelista o por las actuaciones efectivas de los personajes. Unamuno es un lector que se siente impelido a escribir su propia obra, es un lector que reescribe y que no teme corregir a Cervantes, porque cree tanto en sí mismo como el héroe protagonista en sus caballerías y puede decir como aquel: “yo sé quien soy”.

No debió sentirse insatisfecho del resultado obtenido con su Vida de Don Quijote y Sancho (1905) cuando en el prólogo que D. Miguel de Unamuno coloca al frente de su segunda edición (1913), y tras declarar que “esta obra es de las mías la que hasta hoy ha alcanzado más favor del público”, añade:

“Y me complazco en creer que a esta mayor fortuna de entre mis otras obras habrá contribuido el que es una libre y personal exégesis del Quijote, en que el autor no pretende descubrir el sentido que Cervantes le diere, sino el que le da él, ni es tampoco un erudito estudio histórico. No creo deber repetir que me siento más quijotista que cervantista y que pretendo librar al Quijote del mismo Cervantes, permitiéndome alguna vez hasta discrepar de la manera como Cervantes entendió y trató a sus dos héroes, sobre todo a Sancho. Sancho se le imponía a Cervantes, a pesar suyo. Es que creo que los personajes de ficción tienen dentro de la mente del autor que los finge una vida propia, con cierta autonomía, y obedecen a una íntima lógica de que no es del todo consciente ni dicho autor mismo” (p. 20, ed. Alianza).

Esta es pues la declaración de intenciones que guía al autor vasco y, a mí mismo, para dar título a la conferencia. Unamuno reverencia a los personajes, pero no tanto a su creador original del que incluso afirma en ocasiones que no llegó a entenderlos por completo. Unamuno no es un cervantista, porque su meta no es aclarar el sentido que el alcalaíno quiso dar a su obra, sino un lector que ha encarnado la letra original para hacerla palabra viva y, llegados a ese punto, un escritor que proféticamente debe dar a conocer los personajes a sus propios lectores, quitando el polvo de los siglos y puliéndolos después con sus propias experiencias y calidades literarias.

Pero la relación entre Unamuno y Cervantes o entre Unamuno y El Quijote tiene una larga trayectoria que antecede a este fundamental ensayo y lo sobrepasa también en el tiempo. Casi podría afirmarse que el genial personaje cervantino es un leitmotiv de la obra del rector salmantino. A lo largo de sus Obras completas, desde 1895 y hasta 1932, podemos rastrear artículos de claro valor ensayístico y con referencias constantes al héroe cervantino. El más importante de todos es, sin duda, el titulado Sobre la lectura e interpretación del Quijote (La España moderna, abril de 1905), hasta el punto de que el rector de Salamanca declaró que fue su intención inicial el que precediera a su Vida de Don Quijote y Sancho. Volveremos a él de inmediato. Pero recordemos también El sepulcro de Don Quijote (La España moderna, febrero de 1906), que pasaría, este sí, a formar parte desde la segunda edición (1913), a su Vida de Don Quijote y Sancho como texto introductorio; o la misma conclusión de su obra Del sentimiento trágico de la vida (1912) a la que tituló: “Don Quijote en la tragicomedia europea contemporánea”. Además de artículos como “La bienaventuranza de Don Quijote”, “Don Quijote y Bolívar” (1907), “La traza cervantesca” (1917), “En un lugar de La Mancha…” (1932); sin olvidar un restringido grupo de tres artículos publicados en 1898, el año del Desastre, con una intención marcadamente opuesta a la deriva que más tarde imprimiría a su visión del simbólico personaje y cuyos títulos declaran paladinamente su inicial visión: “¡Muera Don Quijote!”, “¡Viva Alonso el Bueno!” y “Más sobre Don Quijote”.

No es nuestro propósito en este momento analizar al detalle todas las contribuciones sobre el tema que Unamuno realizó en su dilatada producción. Ahora, nos centraremos en los aspectos fundamentales que se derivan de sus dos trabajos esenciales en relación con nuestro objeto: la Vida de Don Quijote y Sancho y Sobre la lectura e interpretación del Quijote, ambos de 1905.

En este último, Unamuno ya señala el punto de partida que lo llevará insistentemente al tratamiento del problema: En España no se conoce El Quijote y ello a pesar de ser ésta la única que, su juicio, tiene reservada una plaza entre las obras verdaderamente universales. Para él, esta especie de “Biblia nacional” o no se lee o, lo que es peor, se lee mal, porque su lectura no se hace con “entusiasmo” palabra que en griego, y Unamuno lo sabe con profundo conocimiento de causa, significa ‘inspiración’ y ‘posesión divina’ y que el DRAE define como ‘exaltación fervorosa que mueve a favorecer una causa o empeño’. Por tanto, la lectura de Unamuno, y aquí está la nota básica que va a distanciarlo de eruditos y cervantistas, es la de un entusiasta, la de alguien que quiere convertir la letra de Cervantes en espíritu y vida que aliente el porvenir de España y el suyo propio.

El rector salmantino va a cargar contra quienes usan la obra de Cervantes como meros escoliastas, que recogen el dato preciso por anodino que sea y en su minuciosidad despojan a la obra de su sentido íntimo, como quien mira al microscopio unas células aisladas y desconociera el valor del conjunto del que aquellas forman parte. Contra éstos que “se limitan a exponer lo que otros han pensado”, de modo que lo que buscan es “no tener que escarbar y zahondar en el propio corazón, no tener que pensar y menos que sentir”, se yergue su visión del Quijote, sabiendo a ciencia cierta el riesgo que su postura le va a proporcionar frente a aquellos a quienes critica: “Así también dirá hay una dogmática científica moderna […] de la que ningún hombre culto puede apartarse, so pena de incurrir en extravagancia, prurito de originalidad o monomanía por las paradojas”. Sí, Unamuno, conoce bien a sus detractores, pero no le arredra la pelea y, después de acusarlos de utilizar la novela original como pretexto de todo tipo de minucias e insignificancias, señala que ninguno de éstos ha sabido meterse en las entrañas de la obra. Casi podríamos decir, con ecos cervantinos, que esta descomunal batalla sólo a él le estaba reservada, y a su Vida de Don Quijote y Sancho principalmente.

Por si ello fuera poco, Unamuno también se las trae con el propio autor de la genial novela. Discute el propósito que Cervantes asignó a la obra y hasta lanza una pregunta que es pura provocación “¿De cuándo acá es el autor de un libro el que ha de entenderlo mejor?”, para contestarse de inmediato que “el Quijote no es de Cervantes, sino de todos los que lo lean y lo sientan”; de manera que si la obra sigue viva ya no es gracias a su autor original, sino a que los lectores han sabido prohijar a sus dos personajes esenciales haciéndolos vivir en sus almas. Por ello, Unamuno no duda en hablar de una “verdadera” existencia de Don Quijote que no es sino su pervivencia en el tiempo:

“A nadie se le ocurrirá sostener en serio, no siendo a mí, que don Quijote existió real y verdaderamente e hizo todo lo que de él nos cuenta Cervantes […]; pero puede y debe sostenerse que don Quijote existió y sigue existiendo, vivió y sigue viviendo con una existencia y una vida acaso más intensas y más eficaces que si hubieran existido y vivido al modo vulgar y corriente. Y cada generación que se ha sucedido ha ido añadiendo algo a este Don Quijote, y ha ido transformándose y agrandándose”.

Don Quijote trasciende, pues, la obra cervantina y este será el otro caballo de batalla con el que Unamuno hará frente a las huestes de los cervantistas; pues se atreve a proclamar que “si Cervantes resucitara y volviese al mundo, no tendría derecho alguno para reclamar contra este Don Quijote”, refiriéndose así a la figura del protagonista que se ha ido forjando fuera de la propia obra, para aseverar a continuación que “Cervantes puso a Don Quijote en el mundo, y luego el mismo Don Quijote se ha encargado de vivir en él; […] y anda por el mundo haciendo de las suyas”. Así las cosas, El Quijote no puede ser “solo” literatura, ni su consideración mera erudición. El profesor de Salamanca reivindica la eternidad del personaje, su auténtica fuerza poética creadora, según el sentido original del término griego— y no puramente literaria.

Esta reivindicación de lo poético sobre lo literario le llevará, incluso, a hacer consideraciones poco favorables sobre el propio Cervantes, y este será otro de los tópicos unamunianos cuando se refiere al papel del alcalaíno con respecto a su obra. Así, ni el estilo literario ni el lenguaje empleado por el autor primigenio le parecen modélicos y hasta llega a decir que la obra gana traducida. Cervantes es, a juicio del bilbaíno, “un caso típico de un escritor enormemente inferior a su obra”. No es generoso, pues, el rector de Salamanca con el soldado de Lepanto, y esto tampoco podemos pasarlo por alto, —y menos precisamente en este año cuando se cumplen los cuatro siglos de su muerte—. Es más, Unamuno, para arrimar el ascua a su Vida de Don Quijote y Sancho, y tal vez para acentuar su nota de anti-cervantista que está en el germen de sus producciones quijotescas, dirá en este Sobre la lectura e interpretación del Quijote:

“Aunque Don Quijote saliese del ingenio de Cervantes, Don Quijote es inmensamente superior a Cervantes. Y es que, en rigor, no puede decirse que Don Quijote fuese hijo de Cervantes; pues si este fue su padre, fue su madre el pueblo en que vivió y de que vivió Cervantes, y Don Quijote tiene mucho más de su madre que no de su padre.

Voy más lejos aún: y es que llego a sospechar que Cervantes se murió sin haber calado todo el alcance de su Quijote, y acaso sin haberlo entendido a derechas.”

Unamuno, consciente o inconscientemente, parece confundir al autor con el narrador de la obra. Y hace corresponder, en una especie de ecuación inclemente, las palabras de quien cuenta las hazañas del caballero andante, desde dentro de la novela, con las del hombre que firma la obra. Debería haber bastado con que Unamuno se fijara en que la naturaleza de los géneros literarios arrastra sus propias reglas y convenciones que lo definen para saber que no es Cervantes quien habla en los capítulos del Quijote; y esto a diferencia del ensayista que va mostrando el fluir de su pensamiento y que necesita ser reconocido e identificado como tal por el lector en cada momento de su recorrido intelectual y que en ello radica la fuerza del carácter persuasivo de su labor literaria.

El autor vasco quiere casi cosificar al genio del siglo de oro y convertirlo en mero instrumento para que el inmortal caballero saliera a recorrer el mundo y los tiempos. Todo lo más que llega a concederle es una labor sacerdotal de intermediación:

“Cervantes, como autor del Quijote, no es más que ministro y representante de su pueblo, ministro y representante de la humanidad. Y por esto hizo una obra grande.

El genio es, en efecto, el que en pura personalidad se impersonaliza, el que llega a ser voz de un pueblo, el que acierta decir lo que piensan todos sin haber acertado a decir lo que piensan. El genio es un pueblo individualizado.”

Cervantes queda reducido así a mero intermediario necesario y su valor como genio consiste en hacer que un pueblo entero hable por una sola voz, de modo que sus integrantes, de entonces y de ahora, queden quintaesenciados en uno solo que toma la portavocía y esta, apenas, de manera temporal. La nota de crueldad se acentúa hasta llegar a un punto en el que afirma sin rebozo:

“Dios no mandó a Cervantes al mundo más que para que escribiese el Quijote, y me parece que hubiera sido una ventaja el que no conociéramos siquiera el nombre el autor […].Y me atrevo a más: y es a escribir un ensayo en que sostenga que no existió Cervantes y sí Don Quijote. Y visto que por lo menos Cervantes no existe ya, y sigue viviendo en cambio Don Quijote, deberíamos todos dejar al muerto e irnos con el vivo, abandonar a Cervantes y acompañar a Don Quijote”.

Esperemos que esa bonhomía de Cervantes que transmiten sus escritos haya perdonado estas exageraciones unamunianas. Y aún, tal vez, habremos de enterarnos cuando el tiempo ya no exista tampoco para nosotros, qué se habrán dicho ambos genios al encontrarse en esa eternidad que tanto anhelaba el rector salamantino.

En este caldo de cultivo intelectual sale a la luz la Vida de Don Quijote y Sancho del que el trabajo anterior no sería sino su planteamiento programático. Pero convenía detenerse en él, porque la precisión de su análisis ya señalaba las diferencias principales no sólo con el mundo académico del momento, sino incluso con la revisión del personaje cervantino que otros autores literarios del momento estaban llevando a cabo (Rubén Darío, Azorín, Maeztu y Ortega y Gasset, entre otros). Lo que podríamos llamar el valor simbólico del caballero manchego se iba imponiendo sobre el personaje de la novela. Y así, progresivamente, había dejado de ser visto como un loco disparatado, aunque lleno de buenas intenciones, que sólo provocaba la risa del lector, para convertirse en un arquetipo del héroe que lucha por su ideal y contra el que nada pueden las circunstancias por adversas que sean.

Si España y los españoles necesitaban una catarsis que los sacara de su estado de postración extrema a partir de aquel Desastre de 1898, la figura cervantina será la elegida para abanderar el proyecto que impulsan con su pluma, entre otros, los escritores ya mencionados. El personaje cuadra a la perfección con la visión de la historia que se ofrece ante los ojos de aquellos españoles de principios del XX preocupados por el futuro de la nación. Se pretende reforzar la idea de la capacidad impulsora de un país que, reconociendo su historia, se atreva a labrarse un futuro. En consecuencia, se le quiere hacer saber que no debe importar la caída, si se tienen fuerzas para levantarse y, como El Caballero de la Triste Figura, tras los pasos desventurados, hay que erguirse cuantas veces haga falta. Sólo deja huella la derrota cuando falta la fe.

En el hidalgo de mediano pasar que nos pinta Cervantes hay muchas batallas y casi ninguna victoria, pero, sobre todo, hay una constancia que no conoce el desaliento. Frente a él, los demás personajes de la novela, y antes que la risa, sólo pueden mostrar su asombro por la perplejidad que les causa esa débil figura que no rehúsa ninguna ocasión para el combate.

Pero la peculiaridad y el éxito del ensayo unamuniano, como bien pronto supieron reconocer los lectores, radicaba en el hecho de que no se trataba de una obra crítica más, sino de un texto de claro valor literario que partiendo, a su vez, de la más singular obra de nuestras letras sabía elevar su vuelo con ritmo propio. La fuerte intertextualidad que se establece entre la Vida de Don Quijote y Sancho y El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha permite al lector ir trazando puentes entre ambos planteamientos. Pero no son espectros arrancados de sus tumbas, —contra los que ya Cervantes intentó precaverse al final de su Segunda Parte—, son seres inmarcesibles que permiten la observación detallada de sus acciones y la introspección minuciosa a la que Unamuno los somete. El escritor bilbaíno es, por tanto, señor de su obra, como Cervantes lo fue de su novela.

Ambos protagonistas van a ser modelados por su nuevo autor con una misma idea básica según la cual la voluntad representa la manifestación suprema de la realidad y, bajo su dominio, se sitúan todos los demás aspectos que conforman la personalidad del individuo: conocimiento, sentimientos y dirección en la vida. Unamuno, apoyándose en Schopenhauer, hará de este voluntarismo una de sus preocupaciones esenciales y lo llevará a su máximo desarrollo en Del sentimiento trágico de la vida. Don Miguel preferirá aplicar a esta teoría la denominación de quijotismo por ser el héroe cervantino quien mejor la encarna.

Unamuno sabe entroncar esta defensa a ultranza de la voluntad con otra de sus más claras influencias la del existencialismo propugnado por Kierkegaard, quien criticó el énfasis de Hegel en la razón y defendió el poder de los sentimientos en el individuo, a la vez que una aproximación subjetiva a los problemas de la vida. El individuo es capaz, según la teoría de Kierkegaard, de crear su propia naturaleza mediante la capacidad de elección de la que está dotado, una elección individual y no sometida, por tanto, a normas objetivas ni universales. El rector de Salamanca defiende a su lado que los problemas fundamentales de la existencia humana desafían una explicación puramente racional y objetiva; de manera que la mayor verdad es siempre de carácter subjetivo.

“No es la inteligencia, sino la voluntad, la que nos hace el mundo, […] Todo es verdad, en cuanto alimenta generosos anhelos y pare obras fecundas; todo es mentira mientras ahogue los impulsos nobles y aborte monstruos estériles. Por sus frutos conoceréis a los hombres y a las cosas. Toda creencia que lleve a obras de vida es creencia de verdad, y lo es de mentira la que lleva a obras de muerte” (p. 115-116).

 

Ese individuo así preconizado y que es capaz de eximirse de cualquier tipo de convencionalismo tiene que adoptar una posición fideísta extrema que lo instala en un sentimiento de angustia permanente por el temor a la nada. Así se comprende mejor el Quijote que nos presenta a lo largo de su ensayo don Miguel: un personaje que decide su posición en el mundo y que, frente a barberos, bachilleres, clérigos e incluso su familia, se atreve a pronunciar su rotundo “yo sé quién soy” en el capítulo V de la Primera Parte. Esta frase es, sin lugar a dudas, la piedra angular sobre la que se fundamenta la actitud del héroe en la obra cervantina. Y Unamuno, siempre atento a su labor profética de revelar a sus semejantes la comprensión del protagonista, le dedica una especial atención en su comentario:

“Puede el héroe decir: “yo sé quién soy”, y en esto estriba su fuerza y su desgracia a la vez. Su fuerza, porque como sabe quién es, no tiene por qué temer a nadie, sino a Dios, que le hizo ser quien es; y su desgracia, porque sólo él sabe, aquí en la tierra, quién es él, y como los demás no lo saben, cuanto él haga o diga se les aparecerá como hecho o dicho por quien no se conoce, por un loco” (p. 48).

 

Pero no basta con decir esa frase y dejarla sonando en el aire como si de una pose más o menos afectada se tratara. Pronunciarla es una profesión de fe, de fe en Dios y de fe en el hombre; en el hombre que quiere de veras serlo. La verdadera naturaleza humana es, para Unamuno, fruto de la voluntad. No se nace hombre, más allá del aspecto aparencial, se hace uno hombre y este hacerse es siempre ir en pos de un desiderátum que lo liga a la idea de Dios. Las palabras de don Miguel son meridianas en este sentido, y las dirige directamente al lector, a ese lector que, cuando oye la tremenda declaración quijotesca, manifestación pura y desnuda del ser del personaje, se atreve a reírse de él y a calificarlo de arrogante, presuntuoso o loco:

“Te equivocas tú, el que dice eso; Don Quijote discurría con la voluntad, y al decir “¡yo sé quién soy!”, no dijo sino “¡yo sé quién quiero ser!”. Y es el quicio de la vida humana toda: saber el hombre lo que quiere ser. Te debe importar poco lo que eres; lo cardinal para ti es lo que quieras ser. El ser que eres no es más que un ser caduco y perecedero, que come de la tierra y al que la tierra se lo comerá un día; el que quieres ser es tu idea de Dios, Conciencia del Universo: es la divina idea de que eres manifestación en el tiempo y el espacio” (p. 49).

 

La risa que provocan en el espectador las aventuras del héroe es, para Unamuno, no sólo testimonio de la incomprensión que Don Quijote despierta en cuantos conocen sus hechos, sino manifestación palmaria de la ignorancia de éstos con respecto a su auténtico destino. El personaje cervantino se convierte así en el alter ego del rector de Salamanca, sus ideales se igualan a los del hidalgo, la defensa de aquel en reivindicación de sus propios postulados filosóficos y vitales. Frente a las acusaciones que él mismo recibió de la sociedad de su época: ególatra, heterodoxo, rebelde…, el actuar del caballero le sirve de escudo y, de ahí, la reivindicación de sus palabras y de sus actuaciones a los largo de toda la obra. Podría decirse que rehabilitando a Don Quijote, Unamuno se protege a sí mismo de aquellos conciudadanos que, afectando no entenderle, lo acusan constantemente de paradójico. De ahí, en definitiva, esa posición radical de autoafirmación del yo, algo que sólo pertenece a quien con ahínco lucha por su ser frente a toda adversidad y circunstancia:

“Sólo el héroe puede decir “¡yo sé quién soy!”, porque para él ser es querer ser; el héroe sabe quién es, quién quiere ser, y sólo él y Dios lo saben, y los demás hombres apenas saben ni quién son ellos mismos, porque no quieren de veras ser nada, ni menos saben quién es el héroe” (p. 50).

Si Don Quijote cumple en el ensayo de Unamuno la función que se acaba de exponer, la figura de Sancho adquiere también connotaciones precisas, no reflejadas hasta entonces por ningún exégeta de la obra original. Ni siquiera el propio Cervantes, a juicio del escritor bilbaíno, supo acertar a descubrir la esencia del personaje fruto de su creación. No debe extrañar este presupuesto, repetidamente manifestado por Unamuno en diversos lugares, pues como sabemos, y en su personal visión creadora, “los personajes de ficción tienen dentro de la mente del autor que los finge una vida propia, con cierta autonomía, y obedecen a una íntima lógica de que no es del todo consciente ni dicho autor mismo”. Por ello, corrige a Cervantes cuando, en la misma presentación de Sancho, decía de él que tenía “muy poca sal en la mollera”, indicando que esa afirmación es gratuita y que, no sólo la desmiente su actuación en la novela, sino que aporta, además, un argumento de tipo ético, pues “en rigor no cabe hombría de bien, verdadera hombría de bien, —dirá Unamuno— no habiendo sal en la mollera, visto que en realidad ningún majadero es bueno” (p. 51).

Sancho, conviene repetirlo, no es ningún tonto. Tiene, normalmente, buen juicio; a veces, y esto lo nota muy bien don Miguel, peca por exceso y, entonces sí puede disentir de su amo o enfrentarse abiertamente a él. Pero, en cualquier caso, aquel calificativo debe ser reservado a otros: los duques, por ejemplo. Estos antipáticos personajes gastan todo su tiempo y esfuerzo en fabricar burlas a los protagonistas. Sancho es, en definitiva, para el ensayista comentador, el complemento necesario del caballero; pero no tanto con la intención de dar cabida en la obra a un elemento que se le oponga con sus actuaciones, sino para construir un sujeto con el que pueda dialogar en voz alta el caballero, ofreciéndonos de primera mano sus pensamientos más íntimos o la justificación de su modo de proceder, sin necesidad de que el lector los conozca ya digeridos previamente por la figura del narrador omnisciente. Don Quijote se explica a sí mismo a través de sus parlamentos con Sancho y en Sancho escucha, antes que en ningún otro la voz de toda la humanidad:

“Ya está completado Don Quijote. Necesitaba a Sancho. Necesitábalo para hablar, esto es, para pensar en voz alta sin rebozo, para oírse a sí mismo y para oír el rechazo vivo de su voz en el mundo. Sancho fue su coro, la humanidad toda para él. Y en cabeza de Sancho ama a la humanidad toda” (p. 51-52).

 

Ya en Sobre la lectura e interpretación del Quijote había escrito:

“Todo cuanto aquí he dicho de Don Quijote se aplica a su fiel escudero Sancho Panza, aun peor conocido y más calumniado que su amo y señor. Y esta desgracia que sobre la memoria del buen Sancho pesa, le viene ya desde Cervantes, que si no acabó de comprender a derechas a su Don Quijote, no empezó siquiera a comprender a su Sancho” (p. 21).

De manera que, a fuer de ser quijotista, Unamuno afirma que “debemos ser sanchopancistas a la vez” (p. 22); porque, si bien es verdad que el labriego abandonó su casa por amor al dinero, también lo es que se aficionó a la gloria del caballero. Y concluye su razonamiento diciendo que “cuando Don Quijote se moría cuerdo, curado de su locura de gloria, Sancho se había vuelto loco, loco de remate, loco por la gloria”. Y en una de sus geniales paradojas llega a afirmar que “como Cervantes no se atrevió a matar a Sancho, ni menos a enterrarlo, suponen muchos que Sancho no murió, y hasta que es inmortal” (p. 22).

Sancho va a quedar investido como apóstol del quijotismo tras la muerte de su señor y en su salida solo cabe confiar para que triunfe el quijotismo en la tierra más allá del propio Quijote:

“Porque no nos quepa duda señala Unamuno— de que es Sancho, Sancho el bueno, Sancho el discreto, Sancho el sencillo; que es Sancho, el que se volvió loco junto al lecho en que su amo moría cuerdo; que es Sancho, digo, el encargado por Dios para asentar definitivamente el quijotismo sobre la tierra. Así lo espero y deseo, y en ello y en Dios confío” (pp. 22-23).

Ante la fuerza de estos dos personajes, Unamuno va a centrar en ellos su comentario de la obra cervantina, prescindiendo de la mayor parte de los personajes secundarios a los que solo se refiere por oposición a la grandeza y a la vida que alcanzan los dos protagonistas del relato y, por supuesto, va a saltar cualquier extrapolación del texto original, que juzgará siempre innecesaria. Así puede entenderse con mayor exactitud el propio título del ensayo unamuniano: Vida de Don Quijote y Sancho. Un título, pues, que no es sólo un rótulo sino una auténtica declaración de intenciones. El sustantivo vida muestra aquí el significado de la primera de las acepciones que el diccionario de la Academia otorga al término, esto es, ‘Fuerza o actividad interna sustancial, mediante la que obra el ser que la posee’. Al aplicar esta significación básica, que recoge los conceptos ampliamente repetidos por don Miguel en su ensayo (ser, obrar, fuerza motora íntima), Unamuno muestra, una vez más, su capacidad como maestro del lenguaje en su prurito de exactitud. Ha desestimado otras posibilidades desde el título primigenio que aparece al frente del borrador manuscrito que se conserva en su Casa Museo de Salamanca: Las vidas de Don Quijote y Sancho según Miguel de Cervantes Saavedra, explicadas y comentadas por Miguel de Unamuno. El rector salmantino ha efectuado una decantación precisa. De ahí que donde se hacía constar un largo encabezamiento, más propio de un libro erudito, se eliminen, de un lado, la segunda parte del mencionado título provisorio y, de otro, se realce el valor generalizador en el sustantivo que le sirve de eje. Así, el término vida marca la progresiva separación entre los acontecimientos que se narran en el original cervantino y el valor espiritual que dicho término alcanza en la producción unamuniana.

Don Quijote y Sancho son, nadie lo duda, personajes distintos, no se trata de esos personajes geminados y planos de otro tipo de relatos que siempre van juntos, de manera que lo que uno dice o hace resulta fácilmente intercambiable con lo de su pareja. Cada uno mantiene aquí su propia identidad, pero, y en ello radica la fuerza medular que los desarrolla, cada uno se nutre de la palabra y de las acciones del otro. Sancho está tentado en ocasiones de abandonar a su amo y Don Quijote, por su parte, desea verse libre de su locuaz escudero; pero, cuando el primero se ve rechazado por el caballero, no puede sino llorar amargamente y pide ser perdonado y readmitido; y, cuando el segundo no tiene a mano a su escudero, lo lamenta profundamente hasta sentirse perdido. La fe de ambos se sostiene recíprocamente, porque Sancho es también representante de la fe, de la fe en su señor y de la fe que duda —única fe posible para Unamuno—.

También en este aspecto cabe plantear una importante diferencia entre Cervantes y Unamuno. Don Quijote, al inicio de la novela original, es un personaje caracterizado por una fe diamantina que, sin embargo, conforme avanza la segunda parte, se irá debilitando y el protagonista estará obligado a hacer concesiones cada vez mayores al poder de los encantadores o al propio Sancho. Por el contrario, en la obra unamuniana, el hidalgo manchego se muestra cada vez más enfebrecido por su inmarcesible ideal. Incluso en su derrota caballeresca, le hará idear ese futuro Quijotiz con una proyección que está ausente en el texto cervantino y de la que participará, finalmente, el mismo Sancho, cuando estando aquél en su lecho de muerte ya no vea sino por los ojos de su señor. Por ello, el rector de Salamanca, más exaltado conforme se acerca el final de su ensayo, comentará acerca de esta proposición última:

“El ansia de gloria y de renombre es el espíritu íntimo del quijotismo, su esencia y su razón de ser, y si no se puede cobrarlos venciendo gigantes y vestiglos y enderezando entuertos, cobrárselos endechando a la luna y haciendo de pastor. El toque está en dejar nombre por los siglos, en vivir en la memoria de las gentes. ¡El toque está en no morir! ¡En no morir! ¡En no morir! Esta es la raíz última, la raíz de las raíces de la locura quijotesca. ¡No morir! ¡No morir! Ansia de vida; ansia de vida eterna es la que te dio vida inmortal, mi señor don Quijote; el sueño de tu vida fue y es sueño de no morir” (p. 250).

Esto es, mientras el Don Quijote de Cervantes se va empequeñeciendo y apocando conforme se acerca el final de la novela, el hidalgo unamuniano se va creciendo en la adversidad que, aunque cierta, no le impide una trascendencia muy cercana a la de la actividad profética, una actuación que conlleva tanto la predicación de un modelo de vida como la incomprensión que recibe de aquellos a los que entrega su vida. Es más, para don Miguel, incluso el momento final del hidalgo en el que manifiesta haber recuperado la cordura no es una prueba del error en que se mantuvo en vida, sino una prueba más de heroísmo:

“Tu muerte fue más heroica que tu vida, porque al llegar a ella cumpliste la más grande renuncia, la renuncia de tu gloria, la renuncia de tu obra. Fue tu muerte encumbrado sacrificio. En la cumbre de tu pasión, cargado de burlas, renuncias, no a ti mismo, sino a algo más grande que tú: a tu obra. Y la gloria te acoge para siempre” (p. 273).

 

Y Unamuno, una vez más, enmienda la plana a Cervantes, pues con la muerte de Don Quijote no se pone fin a esa manera de proceder por la que se condujo durante toda su vida. Sin esperarlo, tal vez, ha pasado el testigo a su heredero. Sancho se ha inoculado de la locura vivificante del idealismo quijotesco y será su continuador.

“¡Oh heroico Sancho y cuán pocos advierten que ganaste la cumbre de tu locura cuando tu amo se despeñaba por el abismo de la sensatez y que sobre su lecho de muerte irradiaba tu fe, tu fe, Sancho, la fe en ti, que ni has muerto, ni morirás! Don Quijote perdió su fe y muriose; tú la cobraste y vives; era preciso que él muriera en desengaño para que en engaño vivificante vivas tú” (p. 274-275).

 

Por Sancho, que queda vivo y llorando a su amo en la novela, se cumplirán, definitivamente, las promesas del hidalgo y será, asimismo, el artífice de la resurrección del caballero. A éste último invocará don Miguel en un largo parlamento con palabras de consuelo, aunque no sepamos bien si ese consuelo pretende aliviarle al hidalgo el dolor de su renuncia o confortar al propio Unamuno que quiere hacerse fuerte en la esperanza:

“Sancho, que no ha muerto, es el heredero de tu espíritu, buen hidalgo, y esperamos tus fieles en que Sancho sienta un día que se le hincha de quijotismo el alma […]. Y entonces, Don Quijote mío, entonces es cuando tu espíritu se asentará en la tierra. Es Sancho, es tu fiel Sancho, es Sancho el bueno, el que enloqueció cuando tú curabas de tu locura en tu lecho de muerte, es Sancho el que ha de asentar para siempre el quijotismo sobre la tierra de los hombres. Cuando tu fiel, Sancho, noble caballero, monte en tu Rocinante, revestido de tus armas y embrazando tu lanza, entonces resucitarás en él, y entonces se realizará tu ensueño” (p. 276).

 

Esta esperanza final en Sancho justifica, de manera clara, por qué Unamuno se centra sólo en estos dos personajes y los iguala en su consideración hasta el punto de hacer mención del escudero en el propio título de su ensayo. Si Don Quijote es el iniciador de la empresa, el profeta de la regeneración que España necesita, Sancho es su heredero y el apóstol que extenderá su fe. Frente a ellos dos, que representan la vida, la vida auténtica, el resto de personajes de la obra cervantina queda sumergido en esa niebla que invade también los discursos tan celebrados por los eruditos, los hechos que nada aportan al trasfondo vivencial del héroe y su acompañante o los relatos ajenos al personaje central. Pero, si alguno sale a relucir, no saldrá bien parado en la palestra, como le ocurrirá a Antonia Quijana, la sobrina, en las páginas finales.

Y es que los antagonistas del héroe lo son también de la propia España. Si Don Quijote y su escudero encierran, para Unamuno, la fuerza del ideal, la voluntad como estandarte, el deseo de hacerse a sí mismos; ellos serán también el modelo en que debe mirarse la patria en ese estado de postración en que está sumida. Don Miguel, al que tampoco le era ajeno nada de lo humano, y al que preocupa lo trascendente sin olvidar lo inmediato del acontecer diario, salpica su ensayo de constantes proposiciones referidas a la situación española contemporánea; pero que, como siempre ocurre con las obras cimeras, son de una inmediatez conmovedora para el hombre de entonces y hasta de hoy:

“Ese es el valor que necesitamos en España, y cuya falta nos tiene perlesiada el alma. Por falta de él no somos fuertes, ni ricos, ni cultos; por falta de él no hay canales de riego, ni pantanos, ni buenas cosechas […] ¿Qué también os parece paradoja? Id por esos campos y proponed a un labrador una mejora de cultivo o la introducción de una nueva planta o una novedad agrícola y os dirá: “Eso no pinta nada aquí.” “¿Lo habéis probado?”, preguntaréis, y se limitará a repetir: “Eso no pinta nada aquí.” Y no sabe si pinta o no pinta, porque no lo ha probado, ni lo ensayará nunca” (p. 129).

 

Pero la razón de esto él mismo la declara: no es el mero inmovilismo lo que la motiva o la falta de interés en posibles mejoras, de cuyo resultado el emprendedor sería el primer beneficiado; sino el terror que siente el español a que se burlen de él, el miedo al ridículo que acaba por atenazarlo. De manera que la única solución es perder la vergüenza a equivocarse poniendo los ojos en el resultado y, aunque éste fuera desfavorable, el consuelo unamuniano ya es alentador: “Sólo el que ensaya lo absurdo es capaz de conseguir lo imposible” (p. 130). Lo que sobra a Don Quijote falta a nuestro pueblo: la valentía, el arrojo, la fe en sí mismo por encima del qué dirán. De ahí que Unamuno lance un improperio general a la España de su tiempo: “Sí, todo nuestro mal es la cobardía moral, la falta de arranque para afirmar cada uno su verdad, su fe, y defenderla. La mentira envuelve y agarrota las almas de esta casta de borregos, estúpidos por opilación de sensatez” (p. 130).

Por eso, algunos de sus contemporáneos, sus detractores, tenían que conformarse tan sólo con aplicarle al rector salmantino el calificativo de heterodoxo, lo cual tampoco debía hacer mucha mella en él, porque, más que enfrentarse a la ortodoxia, a Unamuno le importaba proclamar su propia verdad. Sería, en todo caso, un “autodoxo”, esto es, alguien que se preocupa en fijar y proclamar “su” verdad, independientemente del rechazo o la adhesión que su doctrina consiga entre sus receptores. Esta fe en una verdad, creada por él y sostenida con la fuerza de su brazo, será, como la de don Quijote, la única que puede salvarlo: “Yo forjo con mi fe, y contra todos, mi verdad, pero luego de así forjada ella, mi verdad se valdrá y se sostendrá sola y me sobrevivirá y viviré yo de ella” (p. 244).

También en esto don Miguel se nos muestra paradójico —calificación con la que zaherían a menudo sus escritos—, pero en el mejor de los sentidos, es decir, en el de quien manifiesta opiniones distintas al sentir general y que, aunque aparentemente puedan envolver una contradicción, sin embargo de ellas se desprende un pensamiento nuevo y fecundo.

No dejará Unamuno tranquila la conciencia de los hombres y su labor de agitador espiritual de los españoles no conocerá la tregua. La paz es radicalmente distinta de esa especie de atonía mental que los envuelve y la vida verdadera no puede abordarse con la táctica del avestruz. Al igual que don Quijote agitó la conciencia de Sancho Panza y le impulsó a seguirlo entre sus dudas, él pretende con su ensayo despertar el adormecido ánimo de sus conciudadanos, pues no es verdadero hombre sino quien se sabe tal y ahí radica la condición de su gloria:

“Hay espíritus menguados —afirma Unamuno— que sostienen que es mejor ser cerdo satisfecho que no hombre desgraciado, y los hay también para endechar a la que llaman santa ignorancia. Pero quien haya gustado la humanidad, la prefiere, aun en lo hondo de la desgracia, a la hartura del cerdo. Hay pues, que desasosegar a los prójimos los espíritus, hurgándoselos en el meollo, y cumplir la obra de misericordia de despertar al dormido cuando se acerca un peligro o cuando se presenta a la contemplación alguna hermosura. Hay que inquietar los espíritus y enfusar en ellos fuertes anhelos, aun a sabiendas de que no han de alcanzar nunca lo anhelado” (p. 149-150).

 

En la Vida de Don Quijote y Sancho se ponen de manifiesto, en definitiva, aspectos fundamentales del existencialismo filosófico como son la libertad del ser humano y su capacidad de elección atendiendo a la realidad concreta en la que se desarrolla cada individuo. Esto implica, de un lado, el rechazo de modelos universales y objetivos; de otro, la aceptación del subjetivismo plantea, dentro de esa libertad del individuo para construir su existencia, continuos conflictos de elección, ya que aquél no puede escudarse en ninguna doctrina prefijada. Unamuno, de la mano de Kierkegaard, admite que el bien más elevado para el individuo es encontrar su propia y única vocación. Por eso, el hidalgo manchego encarna sobremanera este ideal existencialista y le interesa tanto su glosa al rector de Salamanca.

Este sentido de la libertad es el que le hará decir de Don Quijote enjaulado, al final de la Primera Parte, que “será siempre libre el libre” (p. 136) y que “no hay hombre capaz de enjaular a otro hombre” (p. 136), porque el secreto, nos avisa, radica en que todo individuo sepa ejercitarse en esa capacidad de pensar que por naturaleza posee, como hace siempre el caballero cervantino, y no se conforme con una mera petición de libertad lanzada al vacío. Don Quijote es, pues, libre porque ha escogido serlo y, a partir de ahí, sus actos son fruto de su responsabilidad, de su compromiso con el mundo que le rodea. Acepta sus riesgos y sabe que sus acciones pueden volvérsele en contra, como cuando liberó a los galeotes; pero Unamuno advierte que no se debe esperar gratitudes en la tierra y, menos aún, de quienes desconocen el verdadero sentido de la libertad. A pesar de todo, el héroe cervantino, como el hombre auténtico, no pueden actuar sino ejerciendo su libertad y ofreciendo a los demás esa misma posibilidad de obrar, y aunque éstos la rechacen con violencia, porque el ejercicio de la libertad genera angustia y algunos prefieren ignorarla por comodidad, amparándose en la ignorancia, de manera que descubrir esta posibilidad es desasosegar sus espíritus:

“Si les rompes las cadenas de la cobardía que les tienen presos; te apedrearán. Te apedrearán. Los galeotes espirituales apedrean al que rompe las cadenas que les agarrotan. Y precisamente por esto, porque ha de ser uno apedreado por ellos, es por lo que hay que libertarlos. El primer uso que de su libertad hacen es apedrear al libertador. […] Y luego que te apedree por haberle libertado y ejercite así sus brazos libres, empezará a desear la libertad. Te apedrearán porque se verán perdidos. Y dirán: ¿libertad? Bien, ¿Y qué hago yo con esto?” (p. 260).

 

Basten estas muestras de la Vida de Don Quijote y Sancho para comprender cómo la obra trasciende no solo cualquier tipo de comentario erudito o filológico del original cervantino, para observar cómo don Miguel de Unamuno crea la suya propia, tan diferente, tan viva y tan auténtica como la novela primigenia. Es, en definitiva, el resultado de su simpatía por los personajes; porque nadie mejor que el catedrático de griego por excelencia de esta ciudad sabía que en aquella lengua sympátheia quería significar ‘comunidad de sentimientos’. Unamuno sintió en alma propia esa comunidad de sentimientos con aquellos héroes cervantinos y ello le lleva a explicar las vidas de los protagonistas, no sus hechos que ya quedaron narrados por el que fue soldado en Lepanto. Se trata, pues, y por encima de todo, de otra genial obra literaria la que se nos ofrece en 1905; de un ensayo que aúna cualidades estéticas de primer orden y precisas reflexiones donde este otro Miguel desnuda su alma con una carga lírica incontestable, con esa sin igual amalgama de la que el escritor bilbaíno supo servirse para el conjunto de su obra, en prosa y verso. Lo colectivo y lo individual, en sus más diversas vertientes, encuentran eco siempre en el rector de Salamanca. Los que lo acusan despectivamente de ególatra desconocen que quien ha seguido el imperativo clásico del “conócete a ti mismo” solo de esas íntimas aproximaciones puede hablarnos con un cierto fundamento y, esto, para ofrecerse desnudo, a la manera de una confesión general de la que nos hace partícipes a todos sus lectores. Sus miedos, sus angustias, sus deseos proceden de esa confrontación entre sus íntimos y maduros hallazgos y el deseo de que sus lectores sean también prosélitos. Como Don Quijote hablaba a todos de una caballería andante que sólo existía en su corazón, pero que para él era tan viva, tan real, tan verdadera, que aun le hacía ver una realidad trastocada y cambiante por encantamiento; Don Miguel habla a todos con la voz adusta del profeta que conocedor de la verdad revelada está pendiente siempre de su salvación y de la de los otros. El que sabe la buena noticia no puede ocultarla a sus semejantes. Distinto será que éstos quieran escucharla, y sobre todo seguirla.

Manuel Romero Luque

El jueves 21, nos acompañó el profesor titular de Literatura Comparada, D. Javier Pardo García, cuya conferencia versó sobre: «El mito quijotesco en la obra narrativa de Unamuno».
las jornadas fueron presentadas por Luis Andrés Marcos, Doctor en Filosofía y Letras y vicepresidente de la Asociación.

Desde este rincón queremos dar las gracias a ambos por sus magníficas conferencias.
Con cada una aprendemos más de la obra y el pensamiento de D. Miguel y nos afianzamos en la idea de que el objetivo que nos mueve es de un interés enorme.
Gracias a los estudiosos que lo hacéis posible.

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