Lazarillo de Tormes – San Manuel Bueno Mártir

El 26 de enero, en la Sala de La Palabra ha tenido lugar la conferencia «El Lazarillo de Tormes/ San Manuel Bueno mártir: intersecciones», impartida por Montserrat Villar González, fue presentada por Elena Díaz Santana, vocal de comunicación de la Asociación.

Gracias a todos los que nos acompañásteis ese día.

Con este acto han dado comienzo las actividades de la Asociación de Amigos de Unamuno para este 2017. Esperamos que sean del agrado de todos.

Fotografías: MIguel N. Sánchez

Taller de lectura. Amor y pedagogía

Con demasiada frecuencia solemos entender nuestra acción cultural como una presencia contemplativa en espectáculos o actos llamados culturales, como cine, teatros, conferencias, etc. Dada por supuesto la importancia de estos actos, en nuestra Asociación de Amigos de Unamuno, hemos querido complementar esas actividades más contemplativas con otras de características más participativas. Para ello nos hemos propuesto, durante este año, un TALLER DE LECTURA sobre la vida y obras de Miguel de Unamuno. Con esto pretendemos no sólo un conocimiento de su obra sino también un disfrute y enriquecimiento de toda nuestra dimensión humana. De este modo queremos activar no solo nuestra mente, sino también nuestros sentimientos y con la finalidad de desarrollar nuestra experiencia de vida, tan amenazada en nuestra sociedad tecnificada.

Dicho taller se llevará a cabo el último Miércoles de cada mes (excepto los de Julio y Agosto), y estará moderado por un especialista en la obra unamuniana que será quien proponga el texto de lectura. La previa lectura del texto propuesto se anunciará la primera semana de cada mes, y de este modo se favorecerá una mejor y más amplia participación en la conversación.

Para nuestro Taller de Lectura estáis convocados a conversar libremente pero en amistad entre todos y con Miguel de Unamuno.

80 años sin Unamuno


FARO DE VIGO

Publicado: Sábado, 31 de diciembre de 2016

Julio Picatoste, Magistrado de la Audiencia Provincial de Vigo

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En la Nochevieja de 1906, a sus cuarenta y dos años de edad, prefiguraba Unamuno su propia muerte en versos escritos en la soledad nocturna de su estudio; daba así expresión a un “presentimiento misterioso del allende sombrío”. No imaginaba entonces que treinta años después, día por día, el 31 de diciembre de 1936, en la soledad que anubló los últimos días de su vida, oiría por última vez el latido de su pecho agitado. Aquel día de frío y nieve, por entre las paredes de su casa de la calle Bordadores, rondaba cautelosa la muerte, y a las cuatro de la tarde, de forma inesperada y sigilosamente, le sumió en el sueño final. Sentado en su mesa camilla, conversaba con Bartolomé Aragón sobre la situación de una España abismada y desangrada por la guerra civil; ante la visión pesimista de aquel, Unamuno le replica: «¡Dios no puede volverle la espalda a España! ¡España se salvará porque tiene que salvarse!», y seguidamente inclinó su cabeza, hundiendo la barbilla en el pecho. El visitante no se percata de que Unamuno acaba de morir hasta que percibe el olor a quemado de la zapatilla de don Miguel en el brasero. Moría pronunciando dos palabras – Dios, España- sobre las que tanto escribió y que tantas veces le desgarraron por dentro.

Eran días de horror en España, y Salamanca, tomada por los militares, era escenario de una represión brutal. En los primeros momentos, Unamuno, a pesar de su declarado antimilitarismo, apoyó el levantamiento militar. Creyó erradamente que se trataba de enderezar la República. Quizá contribuyó a esta idea el hecho de que el bando del comandante militar de la plaza, Manuel García Álvarez, terminase con un “¡Viva la República!”, que los primeros discursos de Franco y Queipo de Llano invocasen valores como libertad, igualdad y fraternidad, y que la bandera tricolor siguiera ondeando varios días en el ayuntamiento de la ciudad. Pero pronto se le hará patente su tremendo error al comprobar que aquello no era sino la barbarie cainita. No tardará en ver como sus amigos Casto Prieto, alcalde de Salamanca, y el diputado socialista José Manso son asesinados por falangistas venidos de Valladolid; el pastor protestante Atilano Coco es encarcelado y lo mismo ocurre con su muy querido amigo Filiberto Villalobos. Viene luego el asesinato de García Lorca. Aquello ni era rectificación de la República ni nada tenía que ver con la defensa de la civilización occidental cristiana que él predicaba. Aquello era el salvajismo de una guerra incivil. Reconocerá entonces su dramática equivocación: “Qué cándido y qué ligero anduve al adherirme al movimiento de Franco…”

Sobrecogido por el espanto de aquella “guerra sin cuartel, sin piedad, sin humanidad y sin justicia…”, aquella guerra de España contra sí misma, aquel “suicidio colectivo”, volcaba su horror e indignación en su correspondencia privada; faltaba la chispa que le hiciese saltar y revolverse públicamente contra la “salvaje guerra incivil”. La rabia y el dolor contenidos estallarán al fin el 12 de octubre en el conocido enfrentamiento con Millán Astray ocurrido durante el acto dedicado al Día de la Raza en el paraninfo de la Universidad salmantina. Espoleado por las cosas que allí se oyeron y ejerciendo de sumo sacerdote en el templo de la inteligencia, alzó su voz por encima de fusiles y uniformes para decir que “vencer no es convencer” y que “no puede convencer el odio a la inteligencia que es crítica y diferenciadora”; condenó la barbarie, la guerra incivil, el odio que no deja lugar para la compasión. Dijo lo que en aquellos días nadie se hubiera atrevido a decir ante los militares y falangistas que llenaban el paraninfo. Entre el desconcierto general, el acto termina entre gritos exaltados de Millán Astray y el vocerío, brazo en alto, de algunos falangistas.

Sobre este episodio, escribirá Unamuno al escultor vasco Quintín de Torre: “¡Hubiera usted oído aullar a esos dementes de falangistas azuzados por ese grotesco y loco histrión que es Millán Astray”. Aquel acto de arrojo y valentía, además de la pérdida de cargos y honores, le cuesta el confinamiento en su propio hogar.

En sus días de encierro, desahoga su crispación y desesperanza escribiendo unas notas a modo de diario, tal vez bosquejo de un libro proyectado, a las que dio el título de “El resentimiento trágico de la vida.” Es el último y gran monodiálogo agónico y dramático de un hombre fiel a sí mismo, solo, enfrentado a todos, agitado por aquella “salvaje pesadilla”.

Y nada bueno augura para los tiempos de postguerra que él ya no verá: “Cuando se acabe esta salvaje guerra incivil, vendrá aquí el régimen de la estupidización general colectiva y del más frenético terror” (carta a a Lorenzo Giusso, 21-11-1936). Lamentablemente, el tiempo le dio la razón.

Tres días antes de morir, escribe su último poema que cierra el ciclo de su meditatio mortis:

Morir soñando, sí, más si se sueña

morir, la muerte es sueño; una ventana

hacia el vacío; no soñar; nirvana

del tiempo al fin la eternidad se adueña.

Tras la muerte de Unamuno y desaparecida para siempre su voz, Ortega y Gasset escribe: “Temo que padezca nuestro país una era de atroz silencio”. Acertó en su vaticinio. Ni durante “a longa noite de pedra” ni después ha habido en España una voz como la de Miguel de Unamuno, limpia y combativa, apasionada y valiente, respetada dentro y fuera de nuestras fronteras, insobornablemente comprometida con la verdad. Esa voz atronaría hoy ante el insoportable espectáculo de corrupción y desvergüenza, estrago inmundo que asola el país con hediondos niveles de bellaquería y putrefacción; y él, que hizo de la verdad enseña, abominaría de todo discurso impostor que empañase la verdad; él, que dijo que “la inteligencia es lo más revolucionario que hay”, clamaría hoy contra tanta mediocridad sobre peana y tanta ineptitud laureada; y, en fin, rabiosamente independiente, arremetería contra quienes por un plato de lentejuelas hipotecan su independencia y pagan el peaje de la sumisión.

Pero, pese al “atroz silencio” que siguió a su muerte, queda su inmensa obra y su vastísimo epistolario, prolongación de su espíritu deliberadamente desparramado, capaces todavía de agitar y remover espíritus, como él quiso.