FARO DE VIGO
Publicado: Sábado, 31 de diciembre de 2016
Julio Picatoste, Magistrado de la Audiencia Provincial de Vigo
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Eran días de horror en España, y Salamanca, tomada por los militares, era escenario de una represión brutal. En los primeros momentos, Unamuno, a pesar de su declarado antimilitarismo, apoyó el levantamiento militar. Creyó erradamente que se trataba de enderezar la República. Quizá contribuyó a esta idea el hecho de que el bando del comandante militar de la plaza, Manuel García Álvarez, terminase con un “¡Viva la República!”, que los primeros discursos de Franco y Queipo de Llano invocasen valores como libertad, igualdad y fraternidad, y que la bandera tricolor siguiera ondeando varios días en el ayuntamiento de la ciudad. Pero pronto se le hará patente su tremendo error al comprobar que aquello no era sino la barbarie cainita. No tardará en ver como sus amigos Casto Prieto, alcalde de Salamanca, y el diputado socialista José Manso son asesinados por falangistas venidos de Valladolid; el pastor protestante Atilano Coco es encarcelado y lo mismo ocurre con su muy querido amigo Filiberto Villalobos. Viene luego el asesinato de García Lorca. Aquello ni era rectificación de la República ni nada tenía que ver con la defensa de la civilización occidental cristiana que él predicaba. Aquello era el salvajismo de una guerra incivil. Reconocerá entonces su dramática equivocación: “Qué cándido y qué ligero anduve al adherirme al movimiento de Franco…”
Sobrecogido por el espanto de aquella “guerra sin cuartel, sin piedad, sin humanidad y sin justicia…”, aquella guerra de España contra sí misma, aquel “suicidio colectivo”, volcaba su horror e indignación en su correspondencia privada; faltaba la chispa que le hiciese saltar y revolverse públicamente contra la “salvaje guerra incivil”. La rabia y el dolor contenidos estallarán al fin el 12 de octubre en el conocido enfrentamiento con Millán Astray ocurrido durante el acto dedicado al Día de la Raza en el paraninfo de la Universidad salmantina. Espoleado por las cosas que allí se oyeron y ejerciendo de sumo sacerdote en el templo de la inteligencia, alzó su voz por encima de fusiles y uniformes para decir que “vencer no es convencer” y que “no puede convencer el odio a la inteligencia que es crítica y diferenciadora”; condenó la barbarie, la guerra incivil, el odio que no deja lugar para la compasión. Dijo lo que en aquellos días nadie se hubiera atrevido a decir ante los militares y falangistas que llenaban el paraninfo. Entre el desconcierto general, el acto termina entre gritos exaltados de Millán Astray y el vocerío, brazo en alto, de algunos falangistas.
Sobre este episodio, escribirá Unamuno al escultor vasco Quintín de Torre: “¡Hubiera usted oído aullar a esos dementes de falangistas azuzados por ese grotesco y loco histrión que es Millán Astray”. Aquel acto de arrojo y valentía, además de la pérdida de cargos y honores, le cuesta el confinamiento en su propio hogar.
En sus días de encierro, desahoga su crispación y desesperanza escribiendo unas notas a modo de diario, tal vez bosquejo de un libro proyectado, a las que dio el título de “El resentimiento trágico de la vida.” Es el último y gran monodiálogo agónico y dramático de un hombre fiel a sí mismo, solo, enfrentado a todos, agitado por aquella “salvaje pesadilla”.
Y nada bueno augura para los tiempos de postguerra que él ya no verá: “Cuando se acabe esta salvaje guerra incivil, vendrá aquí el régimen de la estupidización general colectiva y del más frenético terror” (carta a a Lorenzo Giusso, 21-11-1936). Lamentablemente, el tiempo le dio la razón.
Tres días antes de morir, escribe su último poema que cierra el ciclo de su meditatio mortis:
Morir soñando, sí, más si se sueña
morir, la muerte es sueño; una ventana
hacia el vacío; no soñar; nirvana
del tiempo al fin la eternidad se adueña.
Tras la muerte de Unamuno y desaparecida para siempre su voz, Ortega y Gasset escribe: “Temo que padezca nuestro país una era de atroz silencio”. Acertó en su vaticinio. Ni durante “a longa noite de pedra” ni después ha habido en España una voz como la de Miguel de Unamuno, limpia y combativa, apasionada y valiente, respetada dentro y fuera de nuestras fronteras, insobornablemente comprometida con la verdad. Esa voz atronaría hoy ante el insoportable espectáculo de corrupción y desvergüenza, estrago inmundo que asola el país con hediondos niveles de bellaquería y putrefacción; y él, que hizo de la verdad enseña, abominaría de todo discurso impostor que empañase la verdad; él, que dijo que “la inteligencia es lo más revolucionario que hay”, clamaría hoy contra tanta mediocridad sobre peana y tanta ineptitud laureada; y, en fin, rabiosamente independiente, arremetería contra quienes por un plato de lentejuelas hipotecan su independencia y pagan el peaje de la sumisión.
Pero, pese al “atroz silencio” que siguió a su muerte, queda su inmensa obra y su vastísimo epistolario, prolongación de su espíritu deliberadamente desparramado, capaces todavía de agitar y remover espíritus, como él quiso.