I
El 31 de diciembre de 1936, sobre las cuatro de la tarde, Miguel de Unamuno recibe en su casa de la calle Bordadores al falangista Bartolomé Aragón, visita que previamente este había concertado con Rafael, hijo del rector. Ambos se sientan en torno a la camilla, al calor del brasero y charlan. Aragón acudía con el propósito de enseñarle una publicación falangista que Unamuno, contrario a la ideología de Falange, rechaza y no quiere ver. En un momento determinado, cuando el visitante, comentando la horrible situación de España en aquellos días, dice que parece que Dios hubiera dado la espalda a España, don Miguel, inclinándose sobre la camilla, da un puñetazo en la mesa y alterado dice: “¡No! ¡Eso no puede ser, Aragón! Dios no puede volverle la espalda a España, España se salvará porque tiene que salvarse”. Esas fueron las últimas palabras de Unamuno en vida. Sus ojos se cierran y la barbilla se hunde en su pecho. Se hace el silencio, hasta que Aragón se percata de que don Miguel acaba de morir. Asustado, sale del cuarto desencajado dando voces a las que acude la empleada doméstica, Aurelia, que estaba en la cocina.
Esta es, en forma resumida, la versión tradicional que recogen numerosas y autorizadas biografías acerca del modo en que se produjo la repentina muerte de Unamuno, atribuida, según el certificado emitido por el médico y profesor universitario Adolfo Núñez, amigo personal de Unamuno, a una hemorragia bulbar. Frente a este relato se alzan quienes últimamente han dado en sostener que se trata de una versión oficial que falsea y oculta la realidad de lo ocurrido, toda vez que, dicen, el rector salmantino no falleció de muerte natural, sino asesinado.
Primero fue el cineasta Manuel Menchón con su documental Palabras para un fin del mundo; en él se esgrime la tesis de un Unamuno víctima de un homicidio (o asesinato, no se aclara) cuya autoría, según todas las sospechas claramente insinuadas en el film, se orientan hacía la persona que estaba con él en el último momento, Bartolomé Aragón. Luego es Luis García Jambrina, profesor salmantino y director de la revista Cuadernos de la Cátedra Miguel de Unamuno que edita la Universidad de Salamanca, quien se suma a la tesis y escribe con Menchón el libro La doble muerte de Unamuno, que pone negro sobre blanco la tesis sostenida en el antes citado documental. Sobre ambos escribí un artículo en este mismo diario criticando la extrema debilidad de la tesis por ellos defendida. Y como no hay dos sin tres, acaba de publicarse el libro Miguel de Unamuno: ¿Muerte natural o crimen de Estado? de Carlos Sá Mayoral que, para hacer más goloso el libro, se adorna con el siguiente subtítulo: Henry Miller y Francisco Franco en la desaparición del escritor. La teoría es la misma: Unamuno no muere de muerte natural; pero va más allá que Menchón y Jambrina al atribuir a Franco la orden de matar a Unamuno.
No puedo sino discrepar de una tesis que me parece sustentada en un cúmulo de inferencias artificiosas. Como veremos luego, de unos datos ciertos Sá Mayoral extrae unas conclusiones que, carentes de todo vínculo o relación lógica, no son, al cabo, sino mera especulación. Porque, en definitiva, lo que el autor hace es entregarse a la conjetura de lo que piensa pudo ocurrir, sin reparar en que hay otras varias posibilidades; obviamente, elige la que interesa a su tesis; en suma, el discurso avanza hilvanado de hechos que se imaginan como posibles, para terminar en un salto mortal o pirueta de la inventiva carente de toda autoridad. Todo termina en una suposición personal e inconsistente, toda vez que la tesis elegida admite tantas infirmaciones que la conclusión carece de razonabilidad y deviene inaceptable. Se me dirá que adopto una perspectiva judicial (no voy a llamarla deformación profesional). Cierto. Será, entonces, oportuno recordar aquí que, con algunas diferencias, la labor del juez y la del historiador, como reiteradamente se ha dicho por tantos autores, tienen cierta similitud: en ambos casos se trata de reconstruir un hecho pasado; por más que ambos quehaceres se rijan por reglas diferentes, los dos buscan la verdad de lo ocurrido. En este sentido, en modo alguno puede afirmarse como verdadero que la muerte de Unamuno fuera consecuencia de un homicidio voluntario. Llama la atención que en un programa de la SER (“Acontece que no es poco”), la periodista Nieves Concostrina haya relatado los últimos días de Unamuno para terminar afirmando de forma rotunda que muere asesinado en su domicilio, sin advertir que se trata de mera conjetura alimentada por algunos, pero que en modo alguno
estamos ante un hecho verificado, y, por lo tanto, no se puede dar como verdad histórica, que es lo que la periodista indebidamente hace.
Como he dicho líneas atrás, Sá Mayoral afirma haber encontrado nuevas pruebas que abonan la tesis que él postula. Mas he de repetir que, a mi juicio, de esos hallazgos no puede extraerse la afirmación de la muerte violenta de Unamuno. Todo ese relato, como en su día el de Menchón y Jambrina, no es más que una divagación imaginativa de algo que se enuncia como posible, pero que de ninguna manera aparece como indefectible. Las conclusiones que extrae de los datos de nuevo hallazgo se sustentan en la elección de una posibilidad de entre varias sin que el enlace pueda ser avalado por razón o dato objetivo alguno que pudiera, al menos, fundar una afirmación de mínima seriedad y consistencia.
En suma, la ausencia de pruebas se suple con el encadenamiento de posibilidades o pareceres más imaginados que fundados. Lo que Sá Mayoral hace comporta una distorsión epistémica recusable. La imaginación sobre lo posible es libre, tan libre que dispone de varios caminos, pero la verdad es única y solo tiene un camino, el de la certeza.
II
El 12 de octubre del primer año de la guerra civil, tiene lugar en el Paraninfo de la Universidad salmantina- templo de sabiduría del que Unamuno era su sumo sacerdote – un sonado incidente entre el rector y Millán Astray. El primero, espoleado por los discursos que acaba de oír y habiendo sido testigo atónito de la barbarie desatada en aquellos días, en un gesto de arrojo y coraje, se revuelve contra aquella incivil guerra civil, y a militares y falangistas dice que “vencer no es convencer” y que ellos no son sino la fuerza bruta que es contraria a la razón.
Con aquella bomba inesperada, Unamuno se ha puesto a los rebeldes en contra. Se recluye en su casa, y en la calle, frente a su domicilio, terminan por ponerle días después un policía vigilante que tenía orden de dispararle si le veía subirse a un automóvil, según Felisa, hija de Unamuno, cuenta a la biógrafa estadounidense Margaret Rudd. No quieren que figura tan relevante, de proyección internacional, pueda hablar libremente en el extranjero contando las atrocidades de la guerra.
Don Miguel mantiene por aquellos días correspondencia con Arthur Miller que se encontraba en Francia; el 7 de diciembre de 1936 le dice: “Y lo más triste de todo esto es que todos esos españoles inteligentes y de veras patriotas que están ahí, en Francia y en otras partes, huidos, emigrados, desterrados no podrán ya volver a su patria. Y yo cuando pueda evadirme de esta prisión tendré que desterrarme, a mis más que 72 años, arruinado y con cuatro hijos todavía a mi cargo, a ganarme la vida con ellos…cómo? donde?” [sic]. Y más adelante añade: “Basta y venga ese libro. Y venga también el Bastar Death de su amigo. Me ayudarán a distraer mis pesares hasta el día en que pueda escapar de esta cárcel manicomio que es hoy mi patria en que se destrozan mutuamente dos bandas de energúmenos envenenados”.
Esta carta es interceptada por el Servicio de Información Militar (SIM), y Salvador Múgica, coronel jefe al frente de dicho organismo, dirige un oficio al Jefe de los Ejércitos de Operaciones – cargo que desempeñaba Franco- en el que le da cuenta de que el rector salmantino “apunta el deseo de huir al extranjero”.
Para Sá Mayoral, esta información es la causa de que Franco decidiese ordenar la muerte de Unamuno. Es decir, está estableciendo una relación causa-efecto entre la noticia del propósito de huida de Unamuno y la decisión de acabar con su vida para impedirlo. Esta relación causa-efecto está inexplicada; es meramente supuesta o imaginada Es una conclusión brusca que carece de apoyatura probatoria. Para que pueda hablarse de una relación causa-efecto, es preciso que ambos extremos, es decir, el hecho-causa y el hechoefecto estén acreditados como existentes y ciertos. En este caso, lo que se toma como causa – comunicación a Franco del propósito de Unamuno- es hecho cierto; pero lo segundo, lo que se tiene por efecto, en modo alguno está probado. ¿Dónde consta que Franco hubiese decidido ordenar la muerte de Unamuno? ¿Por quién o por qué lo sabemos? No hay ninguna prueba, indicio colateral ni dato objetivo alguno que permita constatar la toma de tan drástica decisión por Franco. Por consiguiente, no cabe hablar de relación de causa a efecto. Pero es que, y ya desde otra perspectiva, no cabe identificar enlace razonable entre la información servida a Franco y la decisión de acabar con la vida del rector salmantino. Es una deducción arbitraria, mera suposición del autor. O dicho de otro modo, para que una deducción sea válida se hace necesario que entre premisa y conclusión exista una relación de consecuencia lógica, inmune e indemne a cualquier infirmación. Estas exigencias de buena argumentación no se dan en el enlace deductivo que el autor establece entre el conocimiento de una previsión de Unamuno -más o menos lejana o hipotética- de dejar España y la decisión de urdir un plan para matar a Unamuno.
Deducir consiste en sacar de una o varias proposiciones una proposición nueva que es la consecuencia necesaria de aquellas, en virtud solamente de las leyes lógicas (R. Jolivet, Tratado de Filosofía, I). Los especialistas en técnicas de argumentación, afirman que uno de los errores más comunes, causa de falacias, es el olvido de las alternativas, y este olvido sobreviene cuando se acepta la primera que se nos ocurre, o bien -añado yo- cuando se opta por la que interesa a los fines del objetivo perseguido. Hipotéticamente, y puestos a imaginar, ante la noticia de una eventual huida de Unamuno, cabían otras reacciones posibles antes de llevar a cabo un asesinato de inevitables resonancias internacionales: la indiferencia de Franco, el refuerzo de la vigilancia, la espera a que el plan de huida se pusiese efectivamente en marcha o, en fin, la adopción de medidas para impedir materialmente la huida. Adviértase, por otra parte, que en algunas cartas Unamuno comenta la dificultad, por no decir imposibilidad, de huir al extranjero, cuando sus hijos y su nieto Miguelín le necesitaban aquí en España. ¿A dónde ir? ¿Cómo subsistir?
Comoquiera que la correspondencia de don Miguel era interceptada por el SIM, no es extraño que este servicio conociese su resignado desistimiento de la idea de marchar a otro país.
III
Vayamos ahora al escenario de la muerte. Sabemos que Unamuno está acompañado por Bartolomé Aragón, cuya visita había sido concertada previamente con su hijo Rafael. Que don Miguel muere mientras permanece con el visitante, sentados ambos al calor de la mesa camilla, es un hecho incontestable. Según la versión de Sá Mayoral, la visita de Aragón a Unamuno tiene el concreto objetivo de matar a Unamuno en su propio domicilio. Según el mismo autor, habría actuado previo concierto con otra u otras personas, luego aparecidas en el escenario del presunto crimen, ejecutores de los que no se tiene la más mínima noticia y han permanecido en la ignorancia de los investigadores durante décadas.
Es obligado destacar el muy relevante testimonio del rector Esteban Madruga; este, en dos ocasiones, y por escrito, cuenta que la misma tarde que Bartolomé Aragón acudía a visitar a don Miguel es el propio Aragón quien le pide que le acompañe en la visita, pero Madruga se disculpa porque tenía que acudir a un entierro; por eso va con él solo hasta la puerta misma de la vivienda de Unamuno, donde le deja y prosigue para atender a aquel compromiso; y más tarde, después del entierro, cuando vuelve ya había ocurrido el fallecimiento. Es de todo punto evidente que del testimonio de Madruga resulta la imposibilidad de que Aragón acudiese a casa de don Miguel para, en colaboración con otros, llevar a cabo el premeditado plan homicida. De ser ese su plan y su propósito, es obvio que no se le habría ocurrido invitar al rector Madruga a que le acompañase en la visita a Unamuno.
Pero detengámonos en la versión de Sá Mayoral y analicemos ese presunto plan homicida. Es desde luego absolutamente incomprensible, por descabellado y absurdo, que en la hipótesis de que Franco hubiera ordenado matar a Unamuno para impedir que huyese al extranjero, hubiese decidido hacerlo en su propio domicilio, a la luz del día, con una persona presente en la casa -Aurelia- y el riesgo de que apareciese alguna de las hijas de Unamuno. Precisamente, una de ellas estaba en el momento de los hechos en la vivienda contigua, atendiendo a una enferma, y la otra había salido con el nieto de Unamuno a ver los Belenes. Ni al más torpe estratega ni al sicario más necio se le hubiera ocurrido semejante plan para acabar con la vida de una persona, con idea, además, de darle luego apariencia de muerte natural. Si la razón que lleva a Franco a dar orden de acabar con el rector era la posibilidad de su huida al extranjero, y puesto que estaba constantemente vigilado, podía haber esperado a que tal plan se pusiese en ejecución, esto es, que don Miguel saliese de su domicilio con idea de emprender la huida para que el vigilante obrase
según las instrucciones que, al parecer, había recibido, o que fuese conducido a las afueras de la ciudad para ser allí asesinado como ocurrió con tantos otros infortunados salmantinos. Porque es llamativo que tantos resultaran “ejecutados” fuera de la ciudad, en las cunetas y cementerios, y para Unamuno se organizase una muerte a domicilio y con testigos.
Menchón y Jambrina hacen de Aragón el único ejecutor de la muerte de Unamuno. No decían de qué modo se habría perpetrado el homicidio o asesinato; no era imaginable una acción violenta, solo cabría el envenenamiento, pero tampoco se entiende de qué modo este se habría llevado a cabo en el curso de la conversación de ambos en torno a la camilla. Es evidente que Bartolomé Aragón no podía haber dado muerte a Unamuno por sí solo. Entonces, Sá Mayoral recurre a la posible presencia de una o dos personas más que hubiesen accedido al domicilio para acabar con la vida del rector salmantino. En lo que alcanzo a conocer, es la primera vez que se sitúan en el escenario de la muerte otras personas. Para justificar esta novedad, Sá Mayoral se basa en el testimonio del periodista salmantino Daniel Domínguez, según el cual un hijo de la asistenta Aurelia le dijo que esta le había revelado que aquel día habían accedido a la casa de Unamuno tres personas. Se trata de un testimonio de referencia lejana, no inmediata: el testigo lo oye de un hijo de Aurelia quien a su vez lo habría oído de esta; se trataría, pues, de un testigo de tercera
mano, largo recorrido testimonial que debilita seriamente su credibilidad, debilidad que la hace tributaria de precisiones y aclaraciones para su debido contraste y verificación. Al margen de esta debilidad probatoria, ocurre, por otra parte, que Daniel Domínguez se refiere a un hijo de Aurelia que vivía en Salamanca, dato que desmiente Francisco Blanco Prieto, profundo y exhaustivo conocedor de la vida de Unamuno, por el que sabemos que no se conoce hijo alguno de Aurelia que viviese en Salamanca, toda vez que mientras ella habitó en dicha ciudad, sirviendo en casa de Unamuno, estuvo soltera, y su descendencia nunca vivió en Salamanca. Absolutamente inútil, pues, aquel testimonio quebradizo que Mayoral invoca. Pero es que, por otra parte, hemos de volver al testimonio de calidad de Esteban Madruga –testigo directo y coetáneo de los hechos – que acompañó a Aragón hasta la puerta de la casa de Unamuno y no da noticia de persona alguna que le acompañase o esperase. Por consiguiente, debe abandonarse esa fantasmagórica figura del tercer hombre que se diluye en un enredo de contradicciones y testimonios de
referencia.
Y aún más, refiriéndose a la rápida segunda edición del libro de Sá Mayoral, donde refiere otro testimonio más a favor del tercer hombre, el de Clemente Bernal, sobrino de Aurelia, Blanco Prieto da cuenta de su larga conversación con una de las hijas de Aurelia, Charo, quien le confirmó rotundamente que, según información de su madre, no hubo tercer hombre alguno que accediese a la casa y que Unamuno estuvo reunido solo con Bartolomé Aragón.
Otras consideraciones podrían traerse a colación si no contara con limitación de espacio.
Solo he dado cuenta de las que, a mi juicio, saltan a la vista, suficientes para desautorizar la versión y suposiciones de Sá Mayoral que en modo alguno puede valer como verdad histórica. Para el lector interesado en ahondar en el tema, le remito al magnífico y exhaustivo trabajo de Blanco Prieto “Muerte de Unamuno. ¿Crimen de Estado o muerte natural?”, publicado en Academia.edu.
En suma, aquella última tarde de diciembre de 1936, cuando en torno le rondaba cautelosa la muerte, sigilosamente se acercó a Miguel de Unamuno, al que halló deshecho del duro bregar, y, silenciosamente lo envolvió en su manto gélido, tal como él, treinta años antes, había presentido por obra misteriosa del allende sombrío, y así, a la luz del brasero como lámpara funeraria, se detuvo el latido de su pecho agitado.
Ya a poco de morir, hubo de sufrir Unamuno el indigno expolio de sus exequias. Los falangistas, queriéndolo hacer suyo, queriendo hacer de su gloria bendición de sus camisas azules, se apoderaron del entierro para imponer sus rituales mortuorios, a él, que tanto los repudió y reprobó en vida.
Nadie imaginaba que décadas después volverían algunos a hurgar en su final, para darle una muerte nueva y no dejarle ni morir en paz.